Los bordes de la cultura urbana

miércoles, 4 de mayo de 2011

Criminal Mambo

Cuando el juez le preguntó por qué incendiaba los talleres y después llamaba a los bomberos, su respuesta fue: “Porque me gusta ver trabajar a los bomberos, muchas veces yo los ayudaba llevándoles baldes con agua”. Cuando se le preguntaba por qué mataba a esos chicos, hacía silencio. Lo que preocupaba era el silencio.

Cayetano Santos Godino se convirtió en un mito de la marginalidad argentina del siglo XX sin siquiera sospecharlo. Mucho menos buscarlo. A su alrededor sobrevolaron palabras, historias, leyendas, teorías pseudo-científicas… él guardaba silencio, un inocente silencio de niño de 16 años. El “Petiso Orejudo”, como fue conocido el primer asesino serial que recuerda la historia argentina, no sabía como explicar sus actos. Mucho menos la consternada sociedad porteña de comienzos del siglo pasado.
Ya a los ocho años sus padres quisieron sacárselo de encima. Lo mandaron a una “colonia especial” en Marcos Paz, pero al poco tiempo fue devuelto: aparentemente las autoridades del servicio penal se sentían pudorosas al castigar a un niño. La vuelta a casa fue la vuelta a los golpes; los análisis médicos que le realizaron años después descubrieron cerca de treinta cicatrices en su cabeza. Pero Cayetano no decía nada.
La calle era su patio de juegos, como la de cualquier niño de esa edad en el antiguo barrio de Boedo. Jugaba prender fuego el vestido de alguna chica, a ahogar a vecinos, a golpearlos y arrojarlos en zanjas. A veces el juego llegaba al límite: cuatro muertes se le imputaron a Godino en ese entonces, aunque por sus modus operandis se sospecha de unas cuantas más.




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